Vuelta de hoja

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Un acontecimiento insólito de hace poco más de veinte años fue que me contrataran para enseñar literatura peninsular medieval y del siglo de oro en la Universidad Wilfrid Laurier. Esta institución se encuentra en la región de Kitchener / Waterloo de la provincia de Ontario, a poco más de 100 kilómetros al noroeste de Toronto. Fue insólito que me nombraran porque salvo la simpatía y curiosidad que estos periodos clásicos españoles despertaron durante los estudios graduados, no se me ocurrió que terminaría dando cursos sobre La Celestina y El Quijote.

En la maestría y el doctorado me especialicé en literatura latinoamericana – si es que especializarse en eso fuese algo verosímil – y obvio, me propuse medrar en la academia con ese dizque saber. Hice varias temporadas de ayudantías en mi alma mater mientras alargaba mi sueño de martingalas y matungos hasta el día que rompí el cordón gracias a los oficios de mi querido profesor Keith Ellis. Me conchabaron por dos años en la Universidad de Manitoba, ubicada en Winnipeg, ciudad solitaria y rodeada de las insondables praderas canadienses, una de cuyas singularidades es poseer en pleno centro la esquina más fría y ventosa de Norteamérica: Portage and Main. En este lugar adquirí una novedosa noción de lo que significa la palabra frío. Sin embargo, conocí gente tan cálida que resultaba divertido vincularla con un sitio así de desolado y gélido. Esa gente linda a veces me hace arrepentir de no haber hecho el esfuerzo de afincarme ahí cuando se presentó la oportunidad.

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Como el escudero Marcos de Obregón, el de Vicente Espinel (1550 – 1624), nunca me avine al frío pero tampoco fui capaz de sacudírmelo de una vez. El siguiente puerto fue la hoy semi fundida Universidad Laurentian (desde que las domina sin tapujos el neoliberalismo, las universidades públicas de Canadá, así como cualquier empresa o corporaciones, pueden irse a la bancarrota y declarar estar fundidas). Laurentian queda en Sudbury, a unos 400 kilómetros al norte de Toronto. Del recorrido semanal al trabajo recuerdo bosques tupidos de arces y abedules, lagos con islotes, y en ellos, unos chalecitos de fantasía que podía divisar desde la ventanilla del austero y democrático bus de Greyhound. Una belleza, diríamos de Suiza, país del que solo sé por las fotos estampadas en las latas en que empaquetan los chocolates. Es el paisaje ideal para agenciarse una cabaña, llevar libros postergados y en la tibieza del hogar leerlos en el invierno, en tanto se degustan sopaipillas a rolete.

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La anécdota más colorida de Laurentian es de una mañana temprano en que el director del Departamento de Lenguas Modernas llamó para decirme que no fuera porque había un oso negro merodeando tachos de basura en el campus buscando desayuno, tal vez un profe extranjero y taciturno.

De Laurentian aterricé en Laurier, donde no había osos ni hacía tanto frío. Me contrataron, dije, para dar literatura peninsular y acepté porque creí que podría cambiarme a latinoamericana, cosa que no sucedió. No me quejo. Me aquerencié por 20 años y la semana pasada, después de los tres últimos semestres a puro zoom, me jubilé.

Ahora, “vuelta de hoja y a otra cosa mariposa”. Largarse con gloria sin par y ninguna pena, a paso tranquilo pero firme, a la correría de hacer del resto, mucho más lo que quiera que lo que pueda.

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