Malvados

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11 – 11 – 21
Los malos
Leila Guerriero (ed.)

Santiago, Universidad Diego Portales, 2da. reimpresión, 555 págs.
2016

En crudo, indagar sobre gente horrenda denegaría el placer de la lectura, actividad tan saludable como recomendada por los que saben. Que la lectura sobre malos de toda maldad abarque 548 páginas – sacando las siete de información sobre los 14 investigadores intervinientes – insinúa un obstáculo disuasorio considerable, además de delatar inclinaciones vergonzantes en quien lee. Sin embargo, buscar las razones de la maldad extrema – si somos benevolentes – se entiende como producto de una curiosidad más bien cándida por algo de lo que estamos convencidos nos es ajeno: la exposición de esa maldad sin riendas. No hay que hacerse el distraído, de todos modos, y admitir que hay un área inconfesable de la psiquis que exacerba el fisgoneo sobre lo que lleva (a otros) a “hacer el mal” desbordando todos los límites impuestos por nuestra calidad de seres humanos.

En el título se adivina el guiño dirigido al mercado de la divulgación aunque la editorial es universitaria. Las investigaciones fueron realizadas por comunicadores premiados – como su prestigiosa editora, Leila Guerriero – y con estimable trayectoria periodística, algunos de los cuales leemos con placer en Anfibia, pulcra revista en línea asociada a la Universidad Nacional de San Martín de Buenos Aires.

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El volumen examina a delincuentes políticos y comunes de América Latina. Entre los primeros figuran torturadores emblemáticos como el chileno Manuel Contreras y su compatriota la desquiciada Ingrid Olderock; el horrible Tigre Acosta, la Cuca Antón y el secuestrador de bebés Norberto Bianco. De estos cinco se narran los horrores que eran capaces de infligir y si bien no es mucho más lo nuevo que se aporta para quienes los conocen, el retorno a leer lo inefable vuelve a conmover. Para jóvenes que quieran comenzar a informarse en qué consistieron los delitos de lesa humanidad en el continente, la parte del libro dedicado a los genocidas constituye un buen punto de arranque.

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De la Cuca el periodista Rodolfo Palacios rescata lo que afirma Miguel Robles, hijo de un comisario asesinado por ella y su banda de represores por negarse a formar parte de la gavilla delictiva policial reinante en la provincia de Córdoba desde los setenta hasta el final de la última dictadura argentina. Robles describe a la Cuca como una lumpen que como tal carecía de motivación ideológica, por lo que torturaba y mataba sin problemas de conciencia. Como parte del lumpenaje policial al que pertenecía se quedaba junto a sus compinches con los bienes robados a sus víctimas. El hijo del comisario al que cita Palacios escribió el libro La búsqueda (2016) que reseñamos en este sitio un año atrás. La Cuca se enfurece cuando la llaman por su sobrenombre (femenino de Cuco) y, como otros represores, no reconoce las aberraciones cometidas. Por ellas fue condenada en 2018 a cadena perpetua.

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Javier Sinay se ocupa del Tigre Acosta, feroz cuando sus enemigos se encontraban en los antros donde los torturaban. En la cárcel, con numerosas cadenas perpetuas por los crímenes cometidos por propia mano, nos enteramos de que arengaba a los secuestrados sobre temas de economía, política y literatura citando – con la autoridad auto apropiada y ventajera de contar con una audiencia esclavizada – a Shakespeare, Ortega y Gasset, Santo Tomás y Hannah Arendt (487 y 489). Como los grandes asesinos del Holocausto a veces pasaba por un hombre común, “cordial”, “correcto” y “agradable” (501), “con la cara de un tipo cualquiera (…) la de un tipo aburrido” (493). Pequeño burgués, se esmeraba en vestirse bien. Un camarada de armas le contó a Sinay que jamás repetía indumentaria. Sin embargo, Emilio Eduardo Massera, jefe supremo de los marinos torturadores en el primer tramo de la dictadura lo catalogaba como inteligente y con “una bomba atómica en la cabeza” (497). Al Tigre sí lo motivaba el odio ideológico, a diferencia de la Cuca. Pero igual que la lumpen cordobesa, martirizaba y mataba a voluntad a sus prisioneros y en casos a sus familiares, cuando no por odio para arrebatar sus propiedades.  

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El “Mamo” Contreras era más administrativo que los anteriores, pero no por ello menos culpable. Un intrigante que aparte de planificar el genocidio coaccionaba a sus propios camaradas de armas y socios ideológicos en plena dictadura. Fue jefe de los asesinos en los campos de concentración chilenos aunque trataba de no ensuciarse las manos mientras asistía lealmente al dictador Pinochet. El periodista Juan Cristóbal Peña se pregunta lo mismo que los estudiosos del Holocausto respecto a los perpetradores nazis, es decir, cómo es que siendo un alumno brillante – muy superior al mediocre estudiante Pinochet (25, 26) – se convirtió en el principal burócrata de la carnicería que los militares llevaron a cabo contra su pueblo. Pero ya se sabe que la educación superior no es obstáculo para ejercer el mal radical. Tampoco aparentar ser una persona común como el Tigre Acosta u otros criminales responsables de delitos aberrantes. El “Mamo” culminó sus días afectado por múltiples enfermedades, prácticamente aislado y eludido por sus propios cómplices militares y policías que lo acusaban de soplón y cobarde.

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En Chile una que sí torturaba en persona fue Ingrid Olderock, hija de nazis y convencida como su padre de la superioridad racial alemana, atormentaba a los prisioneros con sus perros entrenados para mortificar la carne de los modos más viles. Los crímenes de esta mujer fueron de tal modo detestables que no se puede argüir que aparentase ser una persona común como fueron otros torturadores a quienes solo un contexto histórico sin precedentes pudo extraer lo peor de sí. En cambio, Olderock parece haber nacido para hacer el mal.

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Hubo otros que también cometieron crímenes políticos pero formaban parte de la tropa que enfrentaba en el campo de batalla a los insurgentes; no eran los que diseñaban la lucha. Es el caso Sendero Luminoso (SL), organización sobre la que pesan sospechas y acusaciones de acciones pérfidas. A la gente de izquierda todavía le cuesta admitir que una fuerza que se pretendía popular como SL y que se proponía el socialismo se haya prestado a las violencias que le atribuyen. La forma de reclutar miembros (leva) y las ejecuciones a campesinos que obligados a colaborar con las fuerzas de seguridad peruanas que describe Ángel Páez, señalan un grado de barbarie infrecuente en formaciones guerrilleras. El periodista autor del apartado, en tanto se enfoca en un senderista apresado y forzado a delatar a sus antiguos compañeros – Félix Huachaca Tincopa – para narrar las brutalidades de SL, no omite otras mucho peores de quienes se le oponían y reprimían: el ejército peruano, tan atroz como sus pares chilenos, argentinos, peruanos y colombianos.

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El apartado sobre Wilmito (349 – 387) – Wilmer Brizuela Vera – un delincuente venezolano que tuvo a su cargo literalmente el gobierno de una penitenciaría es impresionante, no por la maldad de este hombre o no solo por ella sino porque parece imitar a la película Escape de Nueva York (1981) de John Carpenter. La cárcel, como la Nueva York apocalíptica del film, es dirigida por una jerarquía de convictos que son dueños y señores de todo dentro de los límites del penal. Llamativo que esto sucediera durante la administración de Hugo Chávez quien conocía la situación en ese penal, sin que pudiera hacer mucho. Según el investigador de este apartado en una ocasión el comandante le recriminó al gobernador del estado de Bolívar, Francisco Rangel Gómez en su programa “Aló, Presidente” que “Ese Wilmito como que manda más que tú, Rangel” (369) Las barbaridades de lo que uno se imagina que pasan dentro de esa cárcel son solo superadas por los recuentos de sus habitantes recopilados por el periodista a cargo, Alfredo Meza, conocido por su oposición al gobierno actual de la República Bolivariana de Venezuela desde medios de su país y otros hegemónicos del resto del mundo (CNN, El país de España, La Nación de Argentina, etc.).

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Los otros apartados se centran en individuos pertenecientes al narco, a bandas juveniles, un asesino serial, un rufián, una caníbal, un militar lugarteniente desquiciado del demonizado General Noriega y otros cuya vinculación principal es la tremenda marginalidad no solo material sino cultural de la que provienen, que cada vez se acentúa más en nuestro territorio latinoamericano. Uno llega a pensar cómo es que todavía no surgen más monstruos de estos lugares.

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La magnitud de este volumen no resulta inconveniente para una lectura rápida, intensa y al mismo tiempo espantable, ya que discurre sobre las fronteras que algunos de nuestros congéneres humanos son capaces de rebasar en situaciones límites y en otras no tanto. Es evidente el tono crítico del estado de cosas en Latinoamérica en todos los apartados. Sin embargo, en la mayoría de ellos pareciera especularse que la maldad proviene de un azar complejo, como si los investigadores a sabiendas o no soslayaran, igual que parte del periodismo progresista contemporáneo, la responsabilidad política del sistema dominante en el continente por la proliferación de estos “malos”. Son “malos” en gran medida por la trágica expansión del capitalismo neoliberal excluyente y empobrecedor que continúa su avance por el mundo, en tanto que promueve la maldad extrema, la marginalidad y la indigencia.

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