Camaradas artistas

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Bofetada al gusto

Bofetada al gusto
Alberto Giudici y Juan Pablo Pérez (compiladores)
Buenos Aires, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, 184 págs.

2019

 

07 – 03 – 22

no tendremos mucho conocimiento,
pero somos de seguro instinto…

(“Carta del escritor V.V.L. Maiakovski al escritor A. M. Gorki”, 1926)

Con los libros copados, esos de los que se desea comentar cada uno de sus razonamientos y apartados, apenas logramos emborronar algo a través de una arbitraria selección. Si no se hace la selección, en vez de reseña nos queda un ensayo-ladrillo que liquidaría la idea de una recensión cabal – y como su significado sugiere – sintética. En el caso del borrador de hoy, me adentré en la licencia de lo subsiguiente, seguro de errar por tembladerales y apenado por no acertar en la médula de Bofetada al gusto, obra ejemplar si las hay.

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Habría que dilucidar aquí y en todas partes cuánto existe de la consabida propaganda antisoviética y cuánto de los insufribles crímenes del estalinismo. En fin, no es tal la premisa de Bofetada al gusto. El volumen traza más bien un recorrido por las formas sincrónicas de visualización y convergencias de las vanguardias artísticas rusas alrededor de la Revolución de Octubre. La propaganda antisoviética no se encuentra aquí. El Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini y la empresa recuperada Chilavert Artes Gráficas que trabajó con meticulosa delicadeza la edición son garantía suficiente de un trabajo profesional y exento de cualquier facilismo anticomunista.

Si la premisa de Bofetada al gusto marcha por sendas disímiles a la propaganda antirrusa, expliquemos un poco el párrafo anterior. Aparte de la extraordinaria producción de futuristas, suprematistas, constructivistas, realistas, Proun y demás vanguardias, me impactó el levemente mencionado fusilamiento de Vsévolod Meyerhold (págs. 181 – 83). Este dramaturgo fue un gran innovador (la biomecánica y la convención consciente se destacan entre sus aportes) y su influencia en el teatro universal sigue viva hasta hoy. Los autores informan en el apartado dedicado a él que el Estado soviético lo reivindicó luego de la muerte de Stalin. Uno – leal retroactivo y tal vez extemporáneo de la Revolución de Octubre – se inclinaría a sospechar de lo que viniese de los propagandistas que despotricaron siempre contra todo lo que fuese el socialismo real. Pero en este fusilamiento no hay exoneración posible. Se debe detestar este crimen de la burocracia estalinista. Abominar el hecho de que semejante atrocidad – y cualquier otra – se haya cometido en el nombre del socialismo, de su arte, que se haya torturado y fusilado a camaradas cuya postura no era ni por asomo contraria al Estado proletario, solo por resistirse a la uniformidad burocrática, a la mediocridad, no tiene otro nombre que el que le endilgamos al enemigo ideológico: fascismo.

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También genera dudas el suicidio de Vladimir Maiakovski. La pregunta es si su muerte estuvo vinculada a las diferencias del poeta con la burocracia. El tipo era un adelantado que si bien declaraba bravatas – con mucho de simbólico – se iba de mambo como cuando en “El arte de la comuna”, órgano semanal de los futuristas, un poema suyo proponía desatinos como este: Es tiempo / Para las balas / De disparar contra los muros de los museos / ¡Fusila la vejez a golpes de doscientos cincuenta! (pág. 101). Los futuristas rusos asimismo pretendían acabar con la influencia de los escritores-bronce en la cultura que nacía. En el manifiesto de 1912 se afirmaban irreverencias similares a los versos parricidas de Maiakovski: Hay que arrojar por la borda a Pushkin, Dostoievski, Tolstoi y a otros más del vapor del Tiempo Presente (pág. 38). El hombre se dio tiempo para reprochar el burocratismo y el acartonamiento no solo del partido sino de artistas e instituciones que ya en ese entonces estaban al servicio de la revolución. Los niveles de insolencia hacia el pasado hicieron que el propio Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo para la Instrucción Pública en los primeros años de la revolución, interviniera para frenar el brío juvenil y las posiciones hipercríticas al arte burgués de los camaradas artistas. En los poemas de Maiakovski se advierte la fuerza de una lozanía pertinaz que trasvasó tiempo y continentes, y llegó a poetas tercermundistas y latinoamericanos que se formaron leyéndolo. Estos garabatearon sus propias desfachateces, como el inmenso Roque Dalton, malogrado por la chatura asesina de unos pelandrunes mal llamados sus compañeros.

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De Sergei Eisenstein sabía que experimentó con el montaje en sus filmes. Su repercusión en el ejercicio de esta técnica se extendió a otras formas artísticas, más allá del cine. El apartado de Viktor Shklovski en el libro (págs. 113 – 17) sobre la película más famosa de Eisenstein – El acorazado Potemkin (1925) – es uno de los más exquisitos por su calidad pedagógica para legos. Pero así como elogia el talento del director tampoco ahorra reparos en lo que percibe como sus demasías. El ensayista se refiere así a la escena de la escalinata, una de las más famosas y clásicas de la historia del cine:

la escalinata ha sido utilizada de manera superior a cualquier elogio, con sus rellanos que retrasan el movimiento del ya celebérrimo cochecito.

Hay tanto tacto en todo ello, el material está tan bien comprendido, tan utilizado hasta el fondo, de manera tan parsimoniosa, que naturalmente solo la escalinata de Eisenstein vale por todos los films rusos producidos anteriormente. (pág. 116).

Cuando el reseñador – como quien escribe – patina sobre un tema, trata de remontar el material de lectura al campo donde hace mejor pie. En ese sentido, una reminiscencia sobre el pensamiento de Rodolfo Walsh en cuanto a cómo encarar un testimonio y cómo utilizar el montaje me llevó a preguntarme de dónde provendrían sus ideas. No creo que antes de Eisenstein haya habido algún cineasta que implicara estos asuntos, pero así como se supuso más arriba la influencia de Maiakovski en Dalton, entrever a Eisenstein como precursor de Walsh parece que siempre lo supe porque tal vez lo leí en otra parte pero hasta ahora no lo había asociado en el plano formal.

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Como pasa con cualquier lectura fecunda quedaron ganas de indagar más. Por ejemplo en los trabajos en prosa sobre el formalismo del ya nombrado Viktor Shklovski que trabajó sobre la autonomía de la palabra en el discurso poético (pág. 21); en Kazimir Malevich, Alexander Rodchenko y su esposa, Varvara Stepanova y en Lassar El Lissitzki. En Naum Gabo y Antoine Pevsner que afirmaban en 1920 en el Manifiesto del Realismo, Hoy proclamamos ante ustedes nuestra fe. En las plazas y en las calles exponemos nuestras obras, convencidos de que el arte no debe seguir siendo un santuario para el ocioso, una consolación para el desesperado ni una justificación para el perezoso (pág. 69). Con ellos, que como manifestó el escritor Ilya Ehrenburg, transformaban no solo el mundo y la sociedad, sino también la construcción de casas, sillas, pantalones y las cajas de fósforos (pág. 23), ya tendría lecturas garantizadas hasta el mismísimo último día.

Osip Brik es uno que convendría explorar. Fue amigo de Shklovski y del célebre lingüista del formalismo ruso, Roman Jakobson. Su esposa, Lili Kagan o Lili Brik fue la musa de la Revolución de Octubre y la modelo del cartel de Rodchenko, reproducido abajo, …dedicado a la promoción de la lectura para las ediciones estatales de Leningrado (págs. 74 – 75). Kagan además fue amante de Maiakovski. Como Brik fue un pionero de los matrimonios abiertos la relación de su mujer con el poeta no le molestaba. Al contrario, tenían una amistad tan profunda que costeó y publicó el poemario La nube en pantalones (1915), inspirado en Lili, quien de todos modos permaneció casada con Osip hasta el momento de su muerte.

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Esta obra es todo un acontecimiento. Que los autores hayan ideado, compilado y diseñado este bellísimo libro demuestra de lo que son capaces los paisanos de un país emergente, pero empobrecido y situado en los confines australes del mundo. No subrayé nada para que otros puedan gozar de él sin la agencia de mis comentarios. Repito lo que ya indiqué en algunas reseñas celebratorias de otros trabajos: este libro vale la pena. Fue un placer recorrer sus páginas aprendiendo de hacedores y corrientes vanguardistas, algunas de ellas agradablemente impenetrables en métodos y fines. Otras, formalistas a rabiar y que en vidas anteriores unos cuantos hubiésemos tendido a subestimar. Conmueve el apoyo voluntarioso e incondicional de los camaradas artistas y sus vanguardias a la Revolución de Octubre, la que donó a la humanidad luces innegables pero que a algunos les pagó tan mal en sus años más oscuros.

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