03 – 05 – 23
Yo recordaré por ustedes
Juan Forn
Buenos Aires, Emecé, 444 págs.
2021
Al amigo Facundo, para que nos entendamos.
Hacía mucho que no me demoraba tanto con una lectura. No por difícil. Estas son piezas labradas, pequeñas, autónomas, que requieren que se las desmenuce para disfrutarlas mejor. Es el libro que más tardé en leer en los últimos tiempos, un poco porque por placer ahora leo más lento. El material aquí es un chocolate. Vale la pena dejárselo en la boca hasta que se deshaga solito. Prolongar el goce del lector deseante de historias bellas y refinadas, como las notas de fondo en los diarios de antes, en papel. Historias de diversas partes del mundo que acaso uno no llegue a visitar. Leer recostado, antes de dormirse, para que lo leído permanezca y con suerte – ¿no te pasa? – continuar la lectura en sueños.
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Forn se ocupa en secciones de esta selección, de disidentes del antiguo bloque socialista. De Boris Pasternak refiere una anécdota conocida que tiene múltiples versiones (“Una sentencia de muerte en diez y seis versos”). El autor opta por aquella en que Stalin llama a Pasternak para inquirirle si su amigo el poeta Osip Mandelstam y un poema juguetón de él que lo denigra tienen valor literario. Parte de la respuesta del escritor – “…ese no es el punto…” – le da pie a Stalin para amonestarlo con obvia sorna por su desentendimiento: “si Mandelstam fuese mi amigo lo habría defendido mejor”.
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Poco sé de la vida de Pasternak, salvo lo que informa Forn. Ganó el Nobel de literatura en 1958, pero cuentan que las autoridades de la U.R.S.S. lo obligaron a rechazarlo. En su obra cumbre, Dr. Zhivago, la CIA puso fondos, ayudó a imprimir y difundió para que se conocieran en el mundo y en la propia U.R.S.S las iniquidades que los comunistas rusos les hacían padecer a sus connacionales. Jóvenes negligentes adrede sobre maquinaciones geopolíticas y censuras a la cinematografía proimperialista de Hollywood, vimos y también padecimos la lacrimógena y multipremiada película homónima (1965), con Julie Christie y Omar Sharif. A muchos de nosotros cuando la volvemos a ver – sin que mengüe el sentido rufianesco de la operación de la CIA – todavía nos emociona.
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Los relatos que aluden al este europeo hay que encararlos con caución porque sobrevuela la conciencia un espíritu comisario que compele a sospechar intenciones autorales anticomunistas. Se juzga quizá mal la insistencia de Forn en el afán represivo en el ex bloque socialista, en especial, con los artistas. Historias como “El arte de tejer calcetas” y “El sueño de la cocina propia” parecen nacidas de la animadversión del autor por las insuficiencias del comunismo real. Historias conmovedoras, así y todo, que en vez de proclamar insidias predisponen a la reflexión y a un ajuste no exagerado de cuentas con un pasado imperfecto que no termina de pasar.
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Seducen la escritura franca y el linaje de buen periodista de Forn, aquel que debe esmerarse en saberes variados y expresarlos en lenguaje asequible y atractivo. Así como en el relato sobre Pasternak y Mandelstam insta a reconsiderar pálpitos ideológicos, sorprende en “Caín viendo llover en La Habana” con Guillermo Cabrera Infante. Se entiende que al autor cubano lo reconozcan urbi et orbi, pero a los progresistas testarudos les cuesta y más bien muestran renuencia a apreciar su obra. La maravilla del título que eligió Forn, sin embargo, tornaría absurda la liviandad de saltarse el apartado. De cualquier modo no es práctica recomendable saltarse porciones de libros, lo que no quita que en ciertos ámbitos se deteste la inquina de Cabrera Infante con la Cuba revolucionaria y el imperecedero líder Fidel Castro. La inquina es similar, aunque menos punzante, a la del blog La Lectora Provisoria donde un tal Quintín, en la entrada del 14 de septiembre de 2015 – “Diario intermitente (37)” – comienza su pieza, “Hoy me enojé con Juan Forn…”. El escritor del blog la emprende contra Forn por su perspectiva sesgada hacia el progresismo en “Caín viendo llover en La Habana”. Quejas que, es probable, tengan el mismo origen exasperado que los prejuicios progresistas respecto a la figura e ideas reaccionarias del barroco Caín, somo a Cabrera le gustaba que lo llamaran.
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La manera de ver las cosas de la última parte del párrafo previo nos coarta la posible apreciación de talentos tipo Vargas Llosa en los reprimidos por la antigua burocracia cultural en la ex zona de influencia soviética. Ese, llamémoslo “celo” para ser bondadosos, nos coloca en el terreno opuesto del que desearíamos situarnos pues se ejerce así una intolerancia inadvertida que se yergue a un tris de la censura, aspecto intrínseco de una necedad que es más común entre fachos y macartistas. Tuvimos la ventura de conocer espíritus comisarios. Muchos de ellos eran personas decentes que estaban lejos de encarnar el mal; unos pocos, bastante cerca.
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Acceder a las dimensiones imprevistas de, por ejemplo, un Cabrera Infante o un Bioy Casares (“Calamar en su tinta”) con sus iracundias, caprichos y excentricidades por mediación de Forn es uno de los beneficios de este libro que también se aplica en la pulcritud formal de sus historias. Aporte placentero de un periodismo ilustrado, hoy en declinación. Es una pena la certeza de que ya no habrá nuevas miniaturas a degustar. Pero Forn – que en la foto de la solapa principal del libro dona una sonrisa enrulada y generosa, como la del Sonny (James Caan) de El Padrino (1972) – trabajó numerosos relatos. Como las buenas lecturas, se pueden leer muchas veces, en modo atento, pero mejor tranquilo y recostado, antes de dormirse, a ver si la fortuna permite seguir leyendo en el sueño.
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